lunes, 14 de julio de 2008

Caracas. El collar del gigante

Caracas vista nocturna al fondo El Avila

Caracas puesta de sol

Caracas al atardecer

Caracas en la noche desde El Avila

Fuente: Escrito por Blanca Strepponi, Revista NUEVA SOCIEDAD, No. 120, julio – agosto de 1992, pp. 38-43
(Blanca Strepponi: Escritora venezolana de origen argentino. Ha publicado cuatro libros y recibido varios reconocimientos literarios. Es miembro del equipo editor del Fondo Editorial Pequeña Venecia y
actualmente está a cargo de la coordinación de la revista Criticarte, Caracas.)
¿De qué color es Caracas?
A pesar del hacinamiento, Caracas es verde. La ciudad ha arrebatado con empeño su espacio a la naturaleza, pero ésta muestra sus señales al menor descuido: las plantas crecen donde sea, deseadas o no, y los animales son una presencia constante.
La variedad de insectos es asombrosa: zancudos, gusanos, abejas, avispas, mariposas espléndidas y desagradables mariposas nocturnas; lagartijas, culebras, perezas, ardillas, rabipelados... En cuanto a los pájaros, no deja de sorprender su extraordinaria diversidad. ¿En dónde resisten? En el Avila, claro está, miles de hectáreas de parque nacional bordeadas por una ; y en los jardines y en los innumerables cerros aún vírgenes porque no es posible construir sobre ellos.
Sobre el río Guaire, que atraviesa longitudinalmente el valle, y cuyas aguas se han convertido en cloaca, las garzas reposan y guardan el secreto de su intacta blancura.
Todavía es posible recoger mangos en la calle y son frecuentes los árboles de aguacate y otros frutales en los jardines. Caracas es verde.
¿De qué privilegio gozamos los habitantes de esta ciudad atormentada? Del Avila, responderá cualquiera.
Para los más activos, que son muchos, la contemplación no es suficiente. Apenas sale el sol, hileras de personas suben sus cuestas por las distintas entradas, según sus gustos y comodidad. Sin embargo, esta afición por la naturaleza y el cultivo de la salud no está exento de otros significados. En la subida de Altamira, una zona de clase alta, se reúne la flor y nata de la sociedad: políticos, empresarios, artistas, modelos, gente rodeada por el aura del éxito económico, chocante expresión para un país empobrecido vertiginosamente. Pero el Avila es de todos, no cabe duda. Por la empinadísima subida de San Bernardino, hacia el Oeste, grupos familiares ascienden con esfuerzo. Muchos no usan monos de trotar, sino viejos bluyines, tampoco sofisticados morrales de cintura, sino bolsas plásticas con botellas de refrescos y alimentos para merendar.
Dije antes que el Avila nos protege del mal. Esta generosa montaña es un refugio, está llena de misterios, de belleza, de fragancias, de silencio y sonidos enigmáticos, de cascadas frías y cristalinas, de pozos de agua transparente donde sumergir el cuerpo y olvidar. También hay peligro, pero el peligro obedece aquí a designios más nobles; el miedo aquí nos acerca a un mundo casi perdido.
La ciudad ha arrebatado con empeño su espacio a la naturaleza, pero ésta muestra sus señales al menor descuido.
El sonido del viento que agita las copas de los árboles, el fuerte aroma que la tierra, las quebradas que multiplican sin cesar el paisaje, embriagan los sentidos. Pero si por un instante el caminante se vuelve, como la mujer de Lot, quedará paralizado, esta vez por la extraña belleza de su visión: desde las laderas del Avila, Caracas ofrece su esplendor.
El rumor humano alcanza a cubrir con una débil pátina la voz de la montaña. Los hombres habitan el valle sinuoso y caótico, con sus barrios color terracota que persiguen meticulosamente el perfil de la tierra, sus altas torres de cristal en el eje central del valle y sus edificios de elegancia rebuscada, rematados por feas antenas parabólicas atentas al tronar del mundo.
Hacia el Oeste, una franja marrón en el horizonte señala la alta contaminación de la zona céntrica, y más hacia el Oeste ya no se ve nada, porque traspasando la frontera del centro hay otra Caracas, uniforme, ruidosa y compacta, la Caracas definitivamente pobre y violenta de los barrios y grandes bloques de edificios dejados de la mano de dios. Las espaldas de la ciudad, el rostro oculto e ignorado que hace oír empecinadamente su ira.
Pero de noche la ciudad es una joya, raro collar para un gigante que se extiende de Oeste a Este, con largos brazos hacia el Sur. Los cerros titilan y todo es hermoso, pues los deslumbrantes cielos nocturnos cubren compasivos la miseria de la tierra.

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